«En la oscuridad»: Mary E. Penn; relato y análisis.
«Hay una historia trágica relacionada con ese lugar.
Se dice que un niño fue encerrado allí para morir de miedo,
en la oscuridad.»
Se dice que un niño fue encerrado allí para morir de miedo,
en la oscuridad.»
En la oscuridad (In the Dark) es un relato de fantasmas de la escritora inlgesa Mary E. Penn (¿?), publicado originalmente en la edición de junio de 1885 de la revista The Argosy.
En la oscuridad, uno de los mejores cuentos de Mary E. Penn, relata la historia del fantasma de un niño que fue abandonado hace décadas para morir encerrado en un armario.
El narrador es John Dysart, un hombre acaudalado, recientemente viudo y con una hija adolescente, Ethel, con quien acaba de mudarse a una antigua llamada The Cedars, situada al sudoeste de Londres. Una noche, Ethel sueña que oye golpes y el llanto de un niño provenientes del armario contiguo a su dormitorio:
Tuve un sueño extraño sobre ese armario. Me pareció oír un ruido dentro, como si alguien llamara a la puerta,
y la voz de un niño, entre sollozos, gritando lastimeramente: ¡Déjenme salir, déjenme salir!
y la voz de un niño, entre sollozos, gritando lastimeramente: ¡Déjenme salir, déjenme salir!
Al despertar, Ethel descubre que todavía puede oír los golpes y los sollozos.
A la mañana siguiente, Dysart manda a llamar a un médico, el doctor Cameron, que afortunadamente es vecino de la zona. Le explican la extraña experiencia de Ethel la noche anterior, pero el médico no es escéptico en materia paranormal. De hecho, confirma que «estas extrañas manifestaciones se han observado a intervalos durante los últimos tres o cuatro años». Es decir que los anteriores inquilinos han escuchado los mismos ruidos que Ethel. Entonces se detalla la historia de fondo del capitán Vandeleur, antiguo propietario de la casa, y su frágil sobrino.
Al parecer, el sobrino de Vandeleur era «algo débil, tanto mental como físicamente». Según el doctor Cameron, padecia «extraños miedos y antipatías» y «un terror morboso a la oscuridad». Si el chico se quedaba «solo en una habitación oscura bastaba para provocarle un paroxismo de nerviosismo». Vandeleur, en una muestra de pedagogía victoriana, obliga al muchacho a confrontar sus miedos, de modo que lo encierra en un armario.
El chico, por supuesto, muere en el armario, no sin antes gritar desesperadamente que lo dejen salir.
Una noche, Vandeleur se presenta ante Dysart, simulando ser un potencial comprador de la casa. Al llegar al fatídico armario, cae desmayado. Dysart y el doctor Cameron velan junto a Vandeleur, pero en medio de la noche vuelven a oírse los ruidos del niño. Vandeleur cae fulminado; según el médico, de un infarto.
Y con la muerte de Vandeleuf termina mi historia, pues después de esa noche ya no se oyeron más sonidos.
El pequeño fantasma descansaba.
El pequeño fantasma descansaba.
No queda claro cuál es la causa de la muerte del muchacho. Inicialmente se sugiere que su «debilidad mental», sumada a la claustrofobia, el miedo a la oscuridad, y el encierro en el armario, fueron demasiado para él. Sin embargo, Vandeleur saca un seguro de vida para el chico pocos meses antes de su muerte. Por pudor, Mary E. Penn no es explícita al respecto; pero nada nos impide pensar en una tortura prolongada. El chico quizás pasó días encerrado en el armario hasta morir de hambre y frío.
En la oscuridad es una historia asombrosamente económica, hasta podría decirse que plana en algunos aspectos. A Mary E. Penn, creo, le interesaba más la extrañeza de lo sobrenatural que darle un contexto, y menos una construcción progresiva. La autora no emplea una palabra de más, no se demora en detalles, y la historia de fondo está presente sólo por convención. En ningún momento se aventura a sugerir nada que nos haga pensar demasiado en la espantosa muerte del muchacho, solo y abandonado en la oscuridad. A propósito, un caso muy similar a este puede leerse en el cuento de David H. Keller: La cosa en el sótano (The Thing in the Cellar), donde un muchacho es obligado a enfrentar su miedo a la oscuridad [del sótano, en este caso] y la familia termina descubriendo que sus temores estaban bien fundamentados [ver: Georgie vs. Pennywise: el sótano arquetípico]
El propio fantasma de En la oscuridad es bastante amable: solo emite sonidos, algunos bastante inquietantes, pero ninguna perturbación que pueda llamar la atención del parapsicólogo promedio [ver: Fantasmas de niños que ríen y lloran en la casa]. De hecho, Dysart emplea una frase en latín apropiada para esta aparición: vox et praeterea nihil, que significa «solo una voz, y nada más». Es cierto, el fantasma también provoca las pesadillas de Ethel, y con eso advierte y guía a los nuevos habitantes de la casa hacia el enigma de su propio asesinato, pero esto no es necesariamente un acto consciente. Si hay una intención, es vengarse de su asesino, y no pretende dañar a nadie en el proceso. En este contexto, es una pena que Mary E. Penn no haya logrado que Vandeleur muriera de una forma más espectacular, tal vez encerrado en el armario, lo cual le daría un cierre más simétrico al relato. Que un asesino de niños muera de un infarto, y de una condición cardíaca preexistente, no es precisamente satisfactorio.
Mary E. Penn ni siquiera determina si el chico es una entidad inteligente o simplemente una grabación que repite una y otra vez los terribles instantes de su muerte, de algún modo impresos en el lugar [ver: ¿Los fantasmas son «grabaciones» impresas en la realidad?]. Después de todo, la actividad [sonora] está localizada en el armario. No hay sugerencia de que se trate de un espíritu con autonomía y consciencia de su entorno, sino más bien de energía residual [ver: La teoría de la Cinta de Piedra]
La autora de En la oscuridad es un misterio. No se sabe nada de Mary Elizabeth Penn; ni siquiera tenemos sus fechas de nacimiento y muerte. Algunos estudiosos afirman que (asumiendo que efectivamente era una mujer) Penn era un seudónimo de Ellen Wood (1814-1887). Después de todo, Mary E. Penn publicó la mayoría de sus cuento en The Argosy en un período de veinte años, y luego desapareció, aunque algunos sostienen que cambió su nombre/seudónimo por «M. E. Stanley Penn». Esto podría indicar que Mary contrajo matrimonio, o que volvió a utilizar su apellido de soltera, pero ni siquiera este dato adicional ha permitido que pueda ser identificada.
La posibilidad más concreta es que Mary E. Penn era un seudónimo de Ellen Wood. En principio, todos los relatos de Penn [salvo dos] se publicaron en The Argosy, revista que no solo era editada por Ellen Wood, sino que además escribía la mayor parte de su contenido. Además, los dos cuentos de Penn que no fueron publicados en The Argosy aparecieron en el periódico estadounidense Saturday Evening Post, cuyo editor era hermano de Ellen Wood.
En la oscuridad.
In the Dark, Mary E. Penn.
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
—¡Es la cosa más extraña e inexplicable que he visto en mi vida! No creo ser supersticiosa, pero no puedo evitar pensar que...
Ethel dejó la frase sin terminar, frunciendo el ceño, pensativa, mientras miraba fijamente el fondo de su taza de té vacía.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, levantando la vista del artículo de finanzas del Times y viendo la bonita cara de desconcierto de mi hija—. Nada extraño, espero. ¿No habrás descubierto que hay un «fantasma» entre los muebles de nuestra nueva casa?
Esta nueva casa, The Cedars, era una bonita villa antigua junto al río, entre Richmond y Kew, que había alquilado amueblada como residencia de verano y a la que acabábamos de mudarnos.
Permítanme aclarar, entre paréntesis, a modo de presentación, que yo, John Dysart, soy viudo y tengo una hija: joven, rubia y de ojos azules, que se sentó frente a mí en el desayuno aquella radiante mañana de junio; y que durante muchos años he sido gerente de una antigua compañía de seguros de vida.
—¿Cuál es el misterio? —repetí, al ver que Ethel no respondía.
Salió de su parálisis y me miró con aire de admiración.
—Es un verdadero misterio, papá, y cuanto más lo pienso, más desconcertada estoy.
—Ahora mismo no sé qué puede ser —le recordé.
—Algo que sucedió anoche. ¿Sabes que junto a mi dormitorio hay un armario grande y oscuro que puede usarse como caja o trastero?
—Lo había olvidado. ¿Y bien?
—Bueno, anoche estuve inquieta y tardé varias horas dormirme. Cuando por fin lo hice, tuve un sueño extraño sobre ese armario. Me pareció que, mientras estaba en la cama, oí un ruido dentro, como si alguien llamara a la puerta, y la voz de un niño, entre sollozos, gritando lastimeramente: «¡Déjenme salir, déjenme salir!». Creí haberme levantado de la cama y haber abierto la puerta, y allí, acurrucado contra la pared, estaba un niño pequeño; un muchachito bonito y pálido de unos seis o siete años, con aspecto desquiciado por el miedo. En ese mismo instante me desperté.
—¡Y he aquí que era un sueño! —terminé—. Si eso es todo, Ethel...
—Pero no lo es —intervino—. Lo más extraño de la historia aún está por llegar. El sueño fue tan vívido que, al despertar, me incorporé en la cama y miré hacia la puerta del armario, casi esperando oír los sonidos de nuevo. Papá, puedes creerme o no, pero es un hecho que los oí: los golpes apagados y el grito lastimero. Se fueron apagando cada vez más y finalmente cesaron por completo. Entonces me armé de valor para levantarme de la cama y abrir la puerta. No había ningún ser vivo allí. ¿No es extraño? —concluyó—. ¿Qué puede significar?
La miré con una sonrisa mientras doblaba el periódico y me levantaba de la silla.
—Significa, querida, que anoche tuviste una pesadilla. Te recomiendo que, de ahora en adelante, no comas pepino en la cena.
—No, papá —me interrumpió—. Estaba completamente despierta y oí la voz del niño con la mayor claridad posible.
—¿Por qué no me llamaste?
—Tenía miedo de moverme hasta que el sonido cesara; pero si lo vuelvo a oír, te lo haré saber enseguida.
—No te preocupes. Mientras tanto, ¿por qué no sales al jardín? —continué, abriendo de par en par las puertas ventana—; el aire de la mañana te quitará todas estas telarañas del cerebro.
Ethel obedeció, y por el momento no supe nada más del tema.
Pasaron algunos días y empezamos a sentirnos como en casa en nuestro nuevo alojamiento. Difícilmente se podría imaginar un refugio de verano más encantador, con sus habitaciones frescas y oscuras, de las que la luz del sol quedaba oculta por la pantalla de follaje exterior; su terraza enrejada, cubierta de enredaderas, y su césped liso, sombreado por los raros y viejos cedros que dieron nombre al lugar.
Nuestros amigos pronto descubrieron sus atractivos y se aseguraron de que no nos estancáramos por falta de compañía. Manteníamos la casa abierta; tenis sobre césped, fiestas en el jardín y excursiones en barco estaban a la orden del día. Hacía un tiempo de verano espléndido, los días cálidos y dorados, las noches iluminadas por las estrellas y quietas.
Una noche, con cartas importantes que terminar, me quedé despierto después de que la familia se hubiera acostado. La ventana estaba abierta, y a intervalos levantaba la vista del periódico hacia el césped iluminado por la luna, donde las sombras de los cedros se extendían oscuras e inmóviles. De vez en cuando, una gran polilla vellosa entraba revoloteando alrededor de la lámpara. Las golondrinas bajo el alero emitían un débil y soñoliento trino. A pesar de todos los demás sonidos y señales de vida, yo podría haber sido el único observador en todo el mundo.
Había terminado mi tarea y estaba cerrando mi estuche cuando oí un movimiento apresurado en la habitación de arriba, la de Ethel. Unos pasos bajaron las escaleras y, al instante, se abrió la puerta del comedor y apareció Ethel, con una larga bata blanca y una pequeña lámpara de noche en la mano. Había una expresión en su rostro que me sobresaltó:
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
Dejó la lámpara y se acercó a mí.
—Lo he vuelto a oír —susurró, poniéndome la mano en la muñeca.
—¿Has oído... qué?
—El ruido en el armario.
La miré un momento y luego sonreí a medias.
—¿Ah, sí? —exclamé con alivio—. Parece que has vuelto a soñar.
—No he dormido nada —respondió—. Los ruidos me han mantenido despierta. Son más fuertes que la primera vez; el niño parece sollozar y llorar como si se le fuera a romper el corazón. Es horrible oírlo.
—¿Has mirado dentro? —pregunté, impresionado a mi pesar por su actitud.
—No, no me atreví esta noche. Tenía miedo de ver algo —respondió con un escalofrío.
—Vamos, tenemos que llegar al fondo de este misterio —dije alegremente, y tomando la lámpara la guié escaleras arriba, a su habitación.
Como la puerta del armario estaba a la altura de la pared y empapelada como ella, no la vi hasta que Ethel me la señaló. Escuché con el oído pegado, pero no oí el más leve sonido. Tras esperar un momento, lo abrí de golpe y miré dentro, sujetando la lámpara de forma que cada rincón quedara iluminado. Era un lugar estrecho, cerrado y sofocante, con el techo (que estaba justo debajo de la escalera superior) inclinado en ángulo agudo hasta el suelo. Un vistazo me reveló que no contenía nada más que una silla rota y un par de cajas vacías.
Encogiéndome de hombros, cerré la puerta.
—Tu fantasma es vox et praeterea nihil*, al parecer —comenté secamente—. ¿No crees, Ethel, que podrías haber estado...?
Ethel levantó la mano, indicándome silencio.
—¡Escucha! —susurró—, ¡ahí está otra vez! Pero ya se está apagando. Escucha...
Obedecí, medio contagiado por su excitación, pero dentro y fuera de la casa todo estaba en un profundo silencio.
—Ya está, ha cesado —dijo al fin, respirando hondo—. ¿Lo oíste, verdad?
Negué con la cabeza.
—Mi querida Ethel, no había nada que oír.
Abrió sus ojos azules de par en par.
—Papá, ¿acaso no debo creer lo que dicen mis propios sentidos?
—No cuando están afectados por la excitación nerviosa. Si te dejas llevar por esta fantasía, seguro que te pondrás enferma. ¡Mira cómo tiemblas! Ven, acuéstate de nuevo e intenta dormir.
—Aquí no —respondió ella, mirando a su alrededor con un escalofrío—. Iré a la habitación de invitados. Nada me convencería de pasar otra noche en esta habitación.
No dije nada más, pero me sentía perplejo e inquieto. Era tan impropio de Ethel dejarse llevar por supersticiones que empecé a temer que estuviera gravemente enferma, y ??decidí, para mi propia tranquilidad, pedirle la opinión de un médico.
Resultó que nuestro vecino más cercano era médico, al que conocía de buena reputación, aunque no personalmente. Después del desayuno, sin mencionarle mi intención a mi hija, envié una nota al doctor Cameron, rogándole que viniera lo antes posible.
Llegó sin demora: un hombre alto, de barba canosa, de mediana edad, con un rostro serio e inteligente, ojos observadores y modales comprensivos.
Su paciente lo recibió con asombro manifiesto, y al enterarse de que había venido a petición mía, me dirigió una mirada de mudo reproche.
—Siento que papá lo haya molestado, doctor Cameron. En realidad, no me pasa nada —dijo.
Y, de hecho, en ese momento, con las mejillas sonrojadas y los ojos aún más brillantes de lo habitual, parecía tan poco inválida como cabría imaginar.
—Mi querida Ethel —interrumpí—, cuando la gente tiene sueños sobrecogedores y oye sonidos sobrenaturales, es señal de que algo anda mal, ya sea mental o físico, como estoy seguro de que el doctor Cameron le dirá.
El médico se sobresaltó perceptiblemente.
—Ah, ¿es ese el caso de la señorita Dysart? —preguntó, volviéndose hacia ella con una repentina mirada de interés.
Ella se sonrojó y dudó.
—He tenido una extraña… experiencia, que papá considera un delirio. Me atrevería a decir que usted opinará lo mismo.
—¿Por qué no me dices qué fue? —sugirió el médico.
Ella guardó silencio, jugueteando con uno de sus brazaletes de plata.
—Disculpe —dijo apresuradamente—. No quiero hablar de ello; pero papá se lo dirá.
Y antes de que pudiera detenerla, salió apresuradamente de la habitación.
Cuando el médico y yo estuvimos solos, se volvió hacia mí con aire inquisitivo, y en pocas palabras le relaté lo que el lector ya sabe. Escuchó sin interrumpirme, y cuando terminé, permaneció sentado unos instantes en silencio, acariciándose la barba, pensativo. Evidentemente, estaba impresionado por lo que había oído, y esperé ansiosamente su opinión. Finalmente, levantó la vista.
—Señor Dysart —dijo con gravedad—, le sorprenderá saber que su hija no es la primera que ha tenido esta extraña «experiencia». Los anteriores inquilinos de The Cedars han oído exactamente los sonidos que ella describe.
Asombrado, eché mi silla medio metro hacia atrás.
—¡Imposible!
Asintió con énfasis.
—Es un hecho, aunque no pretendo explicarlo. Estas extrañas manifestaciones se han observado a intervalos durante los últimos tres o cuatro años; desde que la casa estaba ocupada por un tal Capitán Vandeleur, cuyo sobrino huérfano…
—¿Vandeleur? —interrumpí—; pero, era cliente nuestro. Aseguró la vida de su sobrino en nuestra oficina por una gran cantidad, y…
—¿Y unos meses después el niño murió repentina y misteriosamente? —intervino mi compañero—. Una coincidencia singular, como mínimo.
—Tan singular —asentí—, que consideramos que era un caso a investigar, sobre todo porque el excapitán no tenía muy buen carácter y se sabía que estaba hasta las cejas de deudas. Pero debo decir que, tras una investigación más exhaustiva, no se descubrió nada que sugiriera sospechas de algo ilícito.
—Sin embargo, hubo algo ilícito —respondió el médico.
—¡No querrá decir que asesinó al niño! ¡A ese pequeño tan frágil!
—No, no lo asesinó, sino que lo dejó morir —replicó el doctor Cameron—. El muchachito era algo débil tanto mental como físicamente. Lo atendí más de una vez, a petición de Vandeleur, y descubrí que, entre otros extraños miedos y antipatías, tenía un terror morboso a la oscuridad. Quedarse solo en una habitación oscura unos minutos bastaba para provocarle un paroxismo de nerviosismo. Su tío —quien, por cierto, le profesaba más afecto del que yo podía creer, al ver cómo el niño se retraía de él— me consultó sobre la mejor manera de superar esta debilidad. Le aconsejé encarecidamente que lo dejara pasar por el momento, advirtiéndole que cualquier conmoción mental podría poner en peligro la razón del niño, o incluso su vida. Nunca pensé que esas palabras mías serían su sentencia de muerte.
—¿Qué quiere decir?
—Solo unos días después, Vandeleur lo encerró toda la noche en un armario oscuro, donde lo encontraron a la mañana siguiente, agachado contra la pared; con las manos juntas y los ojos fijos, muerto.
—¡Cielos, qué horrible! ¿Pero no se mencionó ni una palabra de esto en la investigación?
—No; y yo no lo supe hasta mucho después, por una mujer que había sido ama de llaves de Vandeleur, pero que le tenía demasiado miedo como para traicionarlo. Por ella también supe con qué refinada crueldad se habían quebrantado los nervios del pobre muchacho y se había minado su salud. Si «la intención hace el acto», James Vandeleur era un asesino.
Guardé silencio un momento, pensando, con un incómodo escalofrío, en el sueño de Ethel.
—¡Ojalá nunca hubiera entrado en esta casa de mal agüero! —exclamé al fin—. Me aterra el efecto que esta revelación pueda tener en la mente de mi hija.
—¿Por qué necesita decírselo? —preguntó—. Mi consejo es que no diga nada más al respecto. Cuanto antes olvide el tema, mejor. Vaya a la playa; un cambio de aires y de escenario pronto lo borrará de su memoria.
Se levantó mientras hablaba y tomó su sombrero.
—¿Qué ha sido de Vandeleur? —pregunté—. No he sabido nada de él desde que pagamos la póliza.
—Creo que ha estado viviendo en el extranjero, sin duda. Pero ahora está en Inglaterra —añadió el doctor—: o tal vez fue su fetch ??el que vi en su puerta la otra noche.
—¡En nuestra puerta! —repetí asombrado—. ¿Qué demonios hacía allí?
—Parecía estar vigilando la casa. Fue el domingo pasado por la noche. Había estado cenando con amigos en Richmond, y al volver, entre las once y las doce, vi a un hombre asomado a la puerta de The Cedars. Al oír pasos, se dio la vuelta y se alejó, pero no sin antes haber vislumbrado su rostro a la luz de la luna.
—¿Y está seguro de que era él?
—Casi seguro, aunque estaba muy alterado. Tengo el presentimiento, ¿sabe?, de que pronto lo verá o sabrá de él —añadió pensativo, mientras me estrechaba la mano y se marchaba.
Sin dudarlo seguí su consejo con respecto a Ethel, a quien envié a Scarborough, a cargo de mi hermana casada, unos días después.
Le había tomado una profunda antipatía a la casa y decidí deshacerme de ella cuanto antes. Sin embargo, hasta que encontraran otro inquilino, seguí ocupándola, yendo y viniendo del pueblo como antes.
Una noche, estaba sentado en el césped, fumando un puro después de cenar y releyendo la última carta de Ethel, que me tranquilizó bastante en cuanto a su salud y ánimo, cuando nuestra sobria y anciana ama de llaves se presentó con la información de que alguien había venido a ver la casa.
—¿Un caballero o una dama? —pregunté.
—Un caballero, señor, pero no dijo su nombre.
Encontré al visitante de pie junto a la ventana abierta del salón; un hombre alto y delgado, de unos treinta y cinco años, con rasgos atractivos pero demacrados, y ojos oscuros e inquietos. Sus labios estaban cubiertos por un espeso bigote, que se retorcía nerviosamente mientras contemplaba el césped.
—Creo que esta casa está en alquiler; ¿me permite echarle un vistazo? —preguntó, volviéndose hacia mí al entrar.
Su voz me resultaba familiar; lo observé con más atención y, a pesar del cambio de aspecto, reconocí al capitán Vandeleur.
Me pregunté qué lo habría traído hasta aquí. Seguramente no querría volver a la casa, aunque estuviera en condiciones de hacerlo, lo cual, a juzgar por su aspecto desaliñado, parecía muy dudoso.
Media docena de vagas conjeturas me pasaron por la mente al observar su rostro y notar su mirada inquieta y atormentada, que denotaba cierto temor o ansiedad.
Tras un momento de vacilación, accedí a su petición y decidí acompañarlo yo mismo en su visita de inspección.
—Creo haberlo conocido antes —dije, con curiosidad por saber si se acordaba de mí.
Me miró distraídamente.
—Posiblemente, pero no en los últimos años, porque he estado viviendo en el extranjero —fue su respuesta.
Tras mostrarle las habitaciones de la planta baja, lo guié arriba. Me siguió de habitación en habitación con aire ausente y apático, hasta que llegamos a la habitación que había ocupado Ethel. Entonces, su interés pareció reavivarse. Echó un vistazo rápido a las paredes, con la vista fija en la puerta del armario.
—Supongo que es un baño o un vestidor —dijo, señalando con la cabeza.
—No, solo un armario. Quizás debería decirle que dicen que está embrujado —añadí, fingiendo hablar con despreocupación, sin apartar la mirada de su rostro.
Se sobresaltó y se volvió hacia mí.
—Embrujado... ¿por qué? —??preguntó con una leve mueca de desprecio—. Supongo que no debe de ser nada peor que ratas o ratones.
—Hay una historia trágica relacionada con ese lugar —respondí deliberadamente—. Se dice que un niño fue encerrado allí para morir de miedo, en la oscuridad.
El color le subió a la cara, luego se desvaneció, dejándola pálida.
—¡En efecto! —titubeó—. ¿Y quiere decir que lo han visto, al niño?
—No, pero lo han oído, llamando a la puerta y llorando para que lo dejen salir. Lo confirman todos los inquilinos que han ocupado la casa desde entonces.
Me detuve en seco, sobresaltado por el efecto de mi revelación.
Mi compañero me observaba con una mirada vacía que desvaneció cualquier otra expresión de su rostro.
—¡Cielos! —lo oí murmurar—. ¿Será cierto? ¿Será esta la razón por la que volví a este lugar a pesar mío?
Recuperándose, se volvió hacia mí y forzó una sonrisa en sus labios blancos.
—¡Una historia misteriosa! —comentó secamente—. Yo creo ni una palabra, pero no me importaría alquilar una casa con tan extraña reputación. Creo que no necesito molestarlo más.
Al girarse hacia la puerta, vi que su figura se tambaleaba como si se cayera. Se llevó la mano al costado, con un jadeo de dolor, mientras una sombra azulada se extendía por su rostro.
—¿Se encuentra enfermo? —exclamé alarmado.
—Yo... no es nada. Tengo un corazón débil y soy propenso a estos ataques. ¿Puedo pedirle un vaso de agua?
Salí de la habitación para buscarlo. Al regresar, lo encontré desmayado en la cama.
Envié rápidamente a un sirviente a buscar al doctor Cameron, quien estaba en casa y vino enseguida. Reconoció a mi visitante al instante y me dirigió una mirada significativa. Le expliqué rápidamente lo sucedido, mientras él se inclinaba sobre el hombre inconsciente y le descubría el pecho para escuchar los latidos del corazón. Cuando se incorporó, su rostro estaba serio.
—¿Está en peligro? —pregunté rápidamente.
—No en peligro inmediato, pero el próximo ataque probablemente será el último. Su corazón está gravemente enfermo.
Pasó casi una hora antes de que Vandeleur despertara, y solo recuperó parcialmente la consciencia. Yacía en una especie de estupor, con las extremidades inertes y las manos húmedas y frías.
—Es imposible sacarlo en este estado —comentó el médico—; me temo que tendrá que pasar la noche aquí. Le enviaré a alguien para que lo vigile.
—No se moleste, pienso velar yo mismo —respondí, impulsado por un algo que apenas podía explicar.
Me miró fijamente por encima de sus gafas.
—¿Quiere que comparta su guardia? —preguntó al cabo de un momento.
—Me alegrará mucho su compañía, si puede.
Asintió.
—Debo dejarlo un momento, pero volveré en una hora —respondió.
Habían pasado tres horas; era casi medianoche. La noche era opresivamente cerrada y profundamente silenciosa. La ventana del dormitorio estaba abierta de par en par, pero ni una brisa movía las cortinas. Afuera, todo era vago y oscuro, pues no se veían ni la luna ni las estrellas.
Vandeleur seguía acostado, medio vestido, en la cama, pero ahora dormido. Su respiración profunda y regular se oía claramente en el silencio. El doctor Cameron estaba sentado cerca del tocador, leyendo a la luz de una lámpara. Yo también tenía un libro, pero me resultaba imposible mantener la atención. Una sensación de inquietud, mitad temor, mitad expectación, me dominaba. Me encontré escuchando nerviosamente sonidos imaginarios, y me sobresalté cuando el doctor pasó una página.
Finalmente, vencido por el calor y el silencio, cerré los ojos y me hundí en un sopor. No sé cuánto duró, pero me desperté bruscamente y miré a mi alrededor con una vaga sensación de alarma. Miré al doctor. Había dejado el libro y estaba inclinado hacia delante, con un brazo sobre el tocador, mirando fijamente hacia la puerta del armario. Instintivamente, contuve la respiración y escuché.
Nunca olvidaré el escalofrío que recorrió mis nervios cuando oí desde dentro un golpe sordo y la voz de un niño, clara, aunque débil, entre sollozos, que gritaba lastimeramente:
—¡Déjame salir, déjame salir!
—¿Lo oye? —susurré, inclinándome hacia mi compañero.
Inclinó la cabeza en señal de asentimiento y me indicó que guardara silencio, señalando hacia la cama. Su ocupante se movía inquieto, como si lo hubieran perturbado, murmurando frases incoherentes. De repente, se apartó la manta y se incorporó, mirando a su alrededor con una mirada salvaje y desconcertada.
La lastimera súplica se repitió con más violencia, con más pasión que antes.
—¡Déjenme salir, déjenme salir!
Con un grito que resonó por la habitación, Vandeleur saltó de la cama, llegó a la puerta del armario en dos zancadas y la abrió de golpe.
Estaba vacío. Vacío al menos para nosotros, pero era evidente que nuestro compañero veía lo que nosotros no podíamos ver.
Durante unos segundos, sin aliento, permaneció inmóvil, con la mirada fija, fascinada por el terror, en algo justo al otro lado del umbral; luego retrocedió paso a paso por la habitación hasta que lo detuvo la pared opuesta, donde se agazapó en una actitud de miedo abyecto.
La visión era tan horrible que no pude soportarla.
—¿Sueñas? ¡Despierta! —exclamé, sacudiéndole el hombro.
Levantó la vista y me miró con aire ausente. Movía los labios, pero no emitía ningún sonido. De repente, un escalofrío convulsivo lo recorrió y cayó pesadamente a mis pies.
—Se ha desmayado otra vez —dije, girándome hacia mi compañero, quien se agachó y levantó la cabeza caída sobre su rodilla.
Tras una mirada, la volvió a depositar con cuidado.
—Está muerto —fue su grave respuesta.
Y con la muerte de Vandeleuf termina mi historia, pues después de esa noche ya no se oyeron más sonidos.
El pequeño fantasma descansaba.
Mary E. Penn (1793-1864)
*«Solo una voz, y nada más.»
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de fantasmas.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Mary E. Penn: En la oscuridad (In the Dark), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com